viernes, 26 de noviembre de 2010

La Abadía


Quiso el perro destino que hoy, paseando por la plaza de Santo Domingo, fuéramos captados por un amable gancho con acento ultramarino que nos convenció de las bondades del menú que daban en el local que le paga escasamente por su trabajo poco cualificado. La palabra fabada y otros bonitos cantos de sirena nos hacían prometérnoslas muy felices cuando traspasamos el umbral de La Abadía buscando parada y fonda.


Primera en la frente: no hay mesas libres, debemos sentarnos en lo alto de unos taburetes, tipo gallinas en palos de gallinero, y comer en una pequeña tabla adosada a la pared que hace funciones, con dificultad, de mesa. Segunda en la frente: fabada "no queda". Rápidamente suenan las alarmas, "estamos siendo engañados, estamos siendo engañados". Pero los intrépidos reporteros de Comiendo de Menú no se arredran ante estas menudencias. Tercera en la frente: la empalagosa camarera actúa como si nos conociera de toda la vida: bromas en voz alta, constantes guiños y sobos, extraña obsesión por apoyar los pechos en la tabla mientras hacía como que tomaba nota... Cuarta en la frente: desde el apunte del pedido hasta la llegada de los primeros platos pasa fácilmente media hora. El local, bastante canijo, se puebla de una fauna de lo más variopinta y en extremo molesta: viejunos fumadores y charlatanes, inquietantes tipos solitarios, treitañeros gritones, ambiente deplorable en grado sumo. Por supuesto, camarera paseándose entre la varonil masa de leones pestilentes cual leona en celo que en realidad no duerme por las noches porque no llega para pagar la hipoteca y ha de hacer lo que sea para fidelizar clientes.


Finalmente llegan nuestros platos, subidos a la carrera escaleras arriba cruzándose con todos los tipos fumadores y tosedores que bajan a mear. Hoy pintan bastos.


Primeros: Macarrones boloñesa y Pisto con huevo
Segundos: Sepia a la plancha y Albóndigas con verduras
Postres: Cafés cortados


La frasca de vino daba para exactamente dos raciones, que además quedaron totalmente aguadas por culpa del hielo picado que incompetentemente fue echado en nuestros vasos y que hacía que cada trago se viera acompañado por odiosas porcioncitas congeladas. Los macarrones estaban simplemente cocidos, y la salsa boloñesa tenía el trozo de carne más cercao a varios kilómetros de distancia. El pisto estaba comestible, sobre todo gracias al estupendo huevo con puntillitas que lo cubría casi por completo.


Pero lo peor estaba por venir. La sepia era lo más parecido que hemos visto en nuestras vidas a la bota que se comía Charlie Chaplin en su famosa película del vagabundo. Dura e insípida como su puta madre. Al menos la de Charlot, según dicen, era de regaliz. Encima, la sepia llevaba un suplemento de 0,75 € (come mierda y págala). Las albóndigas venían tapadas por unas buenas patatas fritas, pero al probar la carne... ¡horror! ¡Albóndigas de bote! ¿Dónde está la cámara oculta? ¿Qué tipo de broma infame es esta?


Ya bastante cabreados, y encima aguantando los comentarios de la camarera "vaya platos que pone mi cocinero", y sandeces de similar jaez, nos dispusimos a atacar los postres con nuestras últimas naves. A esas alturas nos sentíamos en el infierno: El freak pelirrojo cincuentón que mascaba con la bocaza abierta en la barra nos producía repugnancia, la peluquera que entraba a pedir cambio era una suerte de molesto travesti, los treintañeros gritones del fondo y sus odiosas y nauseabundas conversaciones  sobre lo putas que eran sus compañeras de trabajo expresadas a todo volumen nos hacían desear inflarlos a hostias.Un buen café cortado pondría punto final a todo esto. Pues no, el café era lo más parecido a una infusión de posos filtrada con un calcetín usado.

Pagamos rápidamente y salimos corriendo de este lugar infecto al que jamás volveremos y al que recomendamos cambiar de acera cuando cualquier persona de bien pasee por la zona.

La Abadía
Plaza de Santo Domingo
Precio: 9 € (si no pides sepia)
Calificación: Suspenso



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