Hace bien poco se ha celebrado el centenario de la Gran Vía madrileña, esa ruidosa y empinada calle que tanto se menciona en las canciones de nuestras más preclaras bandas y solistas, desde Sindicato del Crimen a Antonio Flores. Hace bien poco, como decíamos, Don Juan Carlos primero y Doña Sofía después, conmemoraron tan sonada fecha junto con nuestro querido alcalde-faraón Don Alberto Ruiz Galla-ardón.
Y como la cosa va de insignes figuras, seis años después de dicha inauguración vial, el rey Don Alfonso XIII de Borbón al tiburón inauguraba a su vez el Centro Cultural de los Ejércitos, más comúnmente conocido por Casino Militar, sito en el número trece de esta rúe de percebes.
El segundo piso de este singular edificio mantiene un restaurante de menú de acceso diario poco conocido en ámbitos no castrenses. Sólo el recorrido por la escalera ya merece la pena. Armaduras, tapices, alfombras, mapas, banderas, documentos y todo lo que uno puede esperar de un lugar como este. Y Alfonso XIII. Alfonso XIII por todas partes, hasta en la sopa, literalmente, que dicen que hay una loza especial desde la que el pelón (como le llamaban en Cuba) te observa mientras tomas el caldo que le cubre.
Soportando algunas bromas estilo "al final os van a dar de comer, eh" del primer camarero que nos trató de placar cuando corríamos hacia la línea de ensayo, decidimos nuestro almuerzo y una ansiosa camarera ultramarina nos tomó nota.
Segundos: Flamenquines con ensalada, Albóndigas a la jardinera y Revuelto de champiñón con gambas
Postres: Natillas y Tarta de Trufa x2
Manteles y servilletas de tela bien, unidad de pan de la buena bien, vino rasponcín y templadete, regular.
La sopa tenía un punto de sal extra que podían haberse ahorrado. Afortunadamente, los calamares no eran, como a veces ocurre por esos bares de dios, cámaras de bicicleta cocinadas, y su ternura era de agradecer. Los canelones bologñesa (sic) eran... ¿cómo lo diría? Más criogenizados que la octogenaria fauna que poblaba el recinto. Congelados, vamos. Y para rematar flotaban sobre una ciénaga de tomate frito de brick que anulaba todo glamour al plato, descafeinado e insípido de por sí.
En cuanto a los segundos, lo mejor las albóndigas. Los flamenquines también parecían congelados y la ensalada desangelada, y el regular revuelto, encima, sufrió un penoso accidente siendo cubierto por una pequeña montaña de pimienta negra que salió cual erupción siciliana de un bote especiero torpemente manejado y peor conservado.
Sin embargo, y como guinda final, los postres también eran grises e insípidos, como de buffet en un hotel de la costa. Menos mal que para pagar estuvimos insistiendo un buen rato a la retaila de camareros que pululaban por toda la sala, ninguno de los cuales nos prestaba la más mínima atención. Medio al asalto, entregamos 30 eurazos a uno bajito con bigote que desapareció con ellos y no volvimos a saber nada de él. Al cabo de un buen rato nos trajeron las vueltas. Erróneas. Al cabo de otro rato aparecieron con las vueltas correctas, momento que aprovechamos para salir disparados pensando que para volver aquí, hay que traer a alguien que quiera ver un sitio curioso y que no tenga mucha hambre.
Gran Vía 31 Madrid
Precio 9 €
Calificación: Suspenso
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